Sueños para Insomnios
Cuentos cortos para leer antes de dormir.
Cuentos cortos para leer antes de dormir.
Ambulancia
C.K. White
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“ Repíteme su nombre completo ” me invadió la voz de Dios.
Estaba opacada porque provenía detrás de una delgada tela desechable.
La luz del sol brilló tan intensamente en mi ojo izquierdo que me hizo caer violentamente en el mundo consciente. Ni un segundo después sentí la luz en el ojo derecho. La intensidad del brillo tan cerca de mis pupilas, provocó que se manifestara un agudo zumbido en el interior de mis oídos.
Otro momento más tarde todo se volvió oscuro otra vez, y me quedé a solas con el mismo ruido. El aire se ahogaba en él. Se cruzó por mi mente la idea de que este ruido en realidad fuera una alucinación, o parte de una pesadilla que consiguió colarse clandestinamente en mi realidad, pero no era así. Oscilaba pausadamente entre dos tonos: uno agudo y uno más grave. Era la sirena de la ambulancia, que iba gritando su lamento oxidado mientras aceleraba sin ningún obstáculo por la avenida principal, iluminada solamente por la luz de una Luna solitaria.
“Su nombre”, repitió imperativamente la voz de papel.
La pregunta no era complicada. Estaba seguro de que la había escuchado y contestado un millón de veces pero mis pensamientos no me entregaban la respuesta. Era como tratar de recordar un sueño al despertar. Tan pronto mi mente se logra aferrar a algo lo pierdo.
Al buscar el motivo de mi falta general de orientación e información me di cuenta de que mis párpados estaban cerrados con fuerza, y mi quijada tenía candado.
Hay máquinas que abrazan mi cuerpo. Su trabajo es reportar la información más actualizada sobre mí. Insisten en un idioma compuesto por sonidos computarizados. Estos sonidos son tan tediosamente constantes y repetitivos que durante cortos lapsos de tiempo, cuando la atención del oyente se desliza hacia otra parte, se alcanzan a camuflar en el denso y caluroso aire de la ambulancia.
No puedo respirar. Mis pulmones tratan de expandirse pero me falta aire. Hago otro gran esfuerzo pero traté de respirar un bloque de acero sólido. El peso de la ausencia de oxígeno se recarga sobre mi pecho y hace presión.
Estoy junto al mar. La arena se amolda a mi figura, y con la suavidad y delicadeza del mismo aire se aferra a mi cuerpo. La calidez de la tierra se conduce hacia arriba y es recibida por mi cuerpo inmóvil. Un millón de granitos de arena me sostienen. Cada uno soportando una fracción miniatura de mi. Las olas remolineando junto a mis pies producen su sonido fluido y chasqueante. No es un mar amenazante, sin embargo es inamovible. Se acerca con curiosidad e inmediatamente se retrae. Esta cautela que tienen las olas se desvanece, y cada vez las olas se acercan más y se retiran menos. Imperturbadas por mi presencia, trepan por mis piernas. Su paciencia evidenciada por su canto, que no ha cambiado en tono ni ritmo desde que comenzó a engullir mi cuerpo. El mar continúa. Gatea sobre mi pecho y cae por mi cuello, acariciándolo al pasar. Estaba esperando sentirme congelado por el agua, pero no es así. El agua y mi piel coinciden en la misma temperatura. La siguiente ola entró por mis narices y siento como el agua salada cae por detrás de mi garganta. Cierro los ojos. Cuando los vuelvo a abrir puedo ver la superficie del agua a lo alto. Desde aquí veo las olas romperse. La luna pinta su luz sobre el suelo del mar, colaborando con la refracción del agua para formar hermosas líneas ondulantes, que bailan sin prisa sobre la arena empapada. Su presencia me tranquiliza, porque es ella a la que tenía miedo de jamás volver a ver. Está aquí a mi lado, a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros. Con una mirada la luna me dice “duerme” y siguiendo su comando mis párpados se dejan vencer por el peso de la arena que se acomulaba sobre ellos.
Afuera yo podía ver la luz del día y aquí dentro solo veo la noche.
Pero la noche es muy hermosa. ¿Quién necesita el sol cuando tienes a la Luna. ¿Qué más podré encontrar aquí dentro? De pronto en la noche puedo escuchar su risa. Me siento en su mesa y escucho como el olor del ajo comienza a sintonizarse con el ritmo de un bolero que jamás podré volver a escuchar. Mientras ella sirve la cena yo preparo la mesa. El calor de su cocina se contiene dentro del alimento como si fuera su alma. Dentro de su comida, el alma de la cocina en donde se preparó se puede transportar a kilómetros. Al recordar ese calor lo hago entrar a mi boca y a mi cuerpo y me salva del frío de esta noche, que ya comenzaba a calarme en los pies.
Aquella noche nos desvelamos viendo la Luna. El color escarlata ensangrentado del vino manchó sus labios y pintó la Luna del mismo tono. La Luna bajó del cielo durante las horas más oscuras y la tenía frente a mí por primera vez en años. Las yemas de mis dedos se acercaron al dorso de su mano y cuando rozaron, la electricidad de su hermosura se desplazó por mi brazo dejando atrás una ola de choques. Llegó a mi pecho y le dio marcha a mi corazón por segunda vez.
Acaban de impalar mi brazo para introducir algún químico extraño que nadie puede pronunciar. Al mismo tiempo me acuchillan para meter tubos de plástico a mi cuerpo. Puedo respirar, pero este oxígeno manufacturado es corrosivo para mi interior. Frente a mi hay un par de lentes que me miran. En el reflejo veo una sombra de mi antiguo ser. Se puede ver aquel joven que en la juventud adoleció por amores no correspondidos, se ve también el varón lleno de energía y esperanzas por cambiar el mundo, el hombre que dedicó su vida a la mujer que amaba, el abuelo que con mejillas rosadas sonríe mientras recibe un último abrazo de su nieta. Todos esos rostros se miran distorsionados por una máscara demacrada. Los lentes levantan un poco su mirada, en el reflejo puedo ver que es Carón quien navega este barco por el río Styx.
Ya no hay viento detrás de las velas de este barco y no se mueve más hacia adelante.
Mi alrededor está oscuro, pero no completamente. La ventana de la ambulancia es estrecha. A pesar de ser la única ventana y tener un tamaño reducido para ser llamada propiamente una ventana, está obstruida por una enorme estampa de una cruz que cubre prácticamente la extensión completa del portal. La luz de la luna, sin embargo, es suficientemente tenaz para penetrar hacia adentro de este sarcófago con ruedas. A través de la ventana entra su brillo y cubre todas las superficies del mismo tono despintado. Mirándonos frente a frente, le lanzó la última mirada. Al mismo tiempo que una sábana de papel, de color azul desechable me tapa la cara.
Dos horas después llegaron oficiales del ministerio público y se llevaron al cadáver. Las máquinas que abrazaban su cuerpo se desconectaron y se desinfectaron. Las jeringas y las vendas se desecharon en los contenedores apropiados. La luna y las estrellas se escondieron, y el sol vuelve a salir.
FIN.
La verdadera historia de la conejita en la Luna
C.K. White
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Hace muchos años, dentro de un país resguardado entre la selva, vivía un rey. Este rey tenía un palacio hecho de esmeraldas, con persianas de seda, y azulejos que resplandecían más que un cielo despejado. Su aposento en la torre más alta portaba una impecable ventana circular, a través de la cual él contemplaba la luna todas las noches. Vivía acompañado de todos los animales de la selva. Los tigres defendían las puertas, los elefantes decorados con elegantes prendas mantienen limpios los altos techos del palacio, y los ruiseñores cantaban toda la tarde para entretener al rey. Pero el rey no era feliz. ¿Como entonces, rodeado de tantas bendiciones hacia el rey para creerse carente?
Obsesionado por encontrar la felicidad, tomó un costal tejido con la fibra de palmeras, y decidió abandonar su preciosa reserva que había construido. Emprendió en un viaje por todo el mundo para hallar aquello que le faltaba. Cruzó el océano más vasto y conoció a los peces, a las ballenas, a los delfines e incluso se hizo amigo de una estrella de mar. En su costal se llevó un frasco del agua salada que ahí abundaba. Atravesó un desierto y se encontró por primera vez con las arenas más finas. Se acostó sobre de ella sintió cada uno de los millones de granos sosteniéndolo, infatuado empacó un saquito de arena blanca y la colocó en su costal y siguió su camino.
Desanimado por no sentirse aún satisfecho llegó finalmente a una pradera. Mientras descansaba ahí, vió a una pequeña conejita parada entre dos arbustos de fresas comiendo una flor de manzanilla. Su pelaje tan blanco que brillaba, contrastaba con el verde del pasto que crecía y el rojo de las fresas. El rey no pudo contener sus lágrimas porque había encontrado por fin la belleza más grande del mundo en esta diminuta conejita. Se acercó y le dijo, “salta en mi costal de palmas y te llevaré a vivir conmigo en mi palacio”. La conejita, sabia como era, le contestó: “Yo no puedo ir contigo, aquí abundan las flores y las bayas que me alimentan, y de comerlas surge mi encanto, si me voy, dejaré de ser tan bella como soy ahora.” El rey lo pensó un momento y le dió la razón a la criatura. Sin embargo, regresó a su palacio con alegría porque había conjurado en su mente un plan.
Preguntó a sus sujetos alados, cual de todas las aves volaban más alto. Todos sabían que los halcones eran los mejores voladores así que les encargó la misión más importante de sus vidas. Habían de volar más alto que el cielo y llegar a la luna, y ahí pintar sobre su suelo un retrato de lo que más anhelaba el Rey. Ahora, todas las noches el Rey mira por su espectacular ventana en su torre, la más alta, a su preciosa conejita de la cual jamás se tenía que volver a separar.
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Turista de la Medianoche (Parte 1)
C.K. White
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Sobre un río flotaba una hoja seca. La fuerza de la corriente de agua a veces era suficiente para sumergirla por completo, aunque incontables veces regresaba a la superficie para seguir siendo manipulada por el peso del flujo que la empujaba y la tiraba en todas direcciones, pero constantemente hacia adelante.
A los costados del río no existía tierra fértil. No había ningún árbol a su alrededor, sólo había tierra árida hacia el sur y tierra más árida hacia el norte. Aquella noche, la luna coahuilense le había imbuido al agua suficiente luz para formar un halo sobre la superficie, volviéndola visible para que un vaquero lo use como guía para llegar al siguiente pueblo. El suelo curcuma del desierto mexicano que irradiaba tanto calor como el mismo sol durante el día, ahora en la noche refleja suavemente el frío tono azulado del cielo nocturno.
Aunque había llovido hacía unas semanas, los márgenes del río todavía no estaban sumergidos por el agua, dejando una carretera de piedras semi sueltas por donde transitaba el vaquero, llamado Miguel. Estaba montado sobre un caballo, que era del mismo color castaño que tomaba la hoja seca cuando se empapaba con el agua, Únicamente sus ojos se distinguían de su pelaje. Eran dos grandes esferas de obsidiana , enmarcadas por pestañas de un grueso calibre, y en su rostro se formaba un diamante de color palo de rosa sobre su trompita tersopelada.
Miguel avanzaba por esta vereda improvisada completamente solo. Debido a esta condición, cualquier testigo que hubiese podido vislumbrar desde las sombras de aquella noche la silueta ensombrerada de nuestro vaquero, hubiese pensado que este jinete no tendría otro destino sino acabar con su propia vida, al aparentar tan poco respeto por la autopreservación. En cualquier otro caso el ojo avizor hubiese tenido la razón pero andar desacompañado por el Bolsón de Mapimí en las primeras horas de la madrugada no era la intención de Miguel. Para ser franco él simplemente no tenía a nadie que le pudiera acompañar en este tour sombrío.
Antes de salir de su preciosa morada, Nuestro jinete se detuvo en la puerta principal. Por un momento se encontraba en el portal entre un cálido, y seco interior de una hermosa casa y el insufrible clima de la temporada. La precipitación típica no era suficientemente sustancial para ser considerada lluvia, no había la esperanza ni siquiera de que el agua regara los campos. Lo único que lograba era hacerse parte del viento frío, y convertirlo en un viento frío y aparte empapado. Cuatro paredes de madera gruesa y sólida protegían su hogar. Por dentro y por fuera le daban a la casa un aspecto de firmeza. El aire que con facilidad doblaba a los árboles de alrededor no hacía más que rebotar contra la sólida fachada. Las velas y la fogata calentaban su interior sin interrupción. Derramaban su luz hacia fuera, iluminando muy tenuemente una maceta llena de flores que se encontraban por debajo de la ventana frontal. Junto a esto un camino de piedras te invitaba a pasar a través de una puerta elaborada con un diseño que delataba únicamente su simpleza.
El vaquero volteó su mirada para ver el reloj que adornaba la pared de la cocina. Él día en que llegó este reloj a la casa brotaba amor de cada esquina. Había sido un obsequio para algún cumpleaños pasado. Era imposible saber si él se lo regaló a Sofía o viceversa. Ambas de sus vidas estaban tan íntimamente entrelazadas que esos detalles se habían vuelto borrosos con el tiempo. El reloj estaba personalizado con ambos de sus nombres situados en el centro de su cara y dos figuras de caricatura que ligeramente se asemejaban a la pareja. Miguel estaba dibujado con un sombrero cubriendo su frente y Sofía con corazones en lugar de pupilas. Alrededor no había números sino 12 distintos dibujitos y dos manecillas que indicaban la hora. El reloj reportaba en ese momento: una vaquita con un moño atado a su cola, y una granja de color rojo. Todos estos detalles antes conmemoraban deliciosos recuerdos cocinando, incontables risas y cariños, ahora Miguel solo vió las once y media de la noche.
Tomó su partida con la intención de llegar al pueblo de Nueva Rosita antes de la medianoche. Arribar antes de esa hora sería inútil para Miguel y un poco más tarde sin duda sería más peligroso. Él sabía que se encontraría vulnerable a ser atacado por vagantes de este mundo y de otros también. —un riesgo del cual Miguel estaba consciente y tomó en cuenta cuando abandonó la seguridad de su hogar que ahora se alejaba más de él con cada momento que pasaba—
Ya eran cerca de las 3 de la mañana y el viajero no percibía aún ninguna señal de estar por llegar al poblado. Regresar a la seguridad de una cama cálida y seca en la ciudad ni siquiera se le ocurrió a Miguel. Tampoco se le cruzó por la mente reintentar la jornada algún otro día, escoltado por la protectora luz del día. En su cara se expresaba el dolor de su alma al rojo vivo, salpicado con lágrimas que se adherían a su cara, indistinguibles de las gotas que cargaba el viento esa noche fría, que delataba su determinación inamovible por llegar esa misma noche al pueblo vecino. Pasara lo que tuviera que pasarle a él.
Continua...
Soy estudiante de medicina, amante de la poesía y la literatura. Espero les guste lo que tengo que compartir.